El Señor vela por su pueblo
1Los que confían en el Señor son como el monte Sión:
no tiembla, está asentado para siempre.
2Jerusalén está rodeada de montañas,
y el Señor rodea a su pueblo
ahora y por siempre.
3No pesará el cetro de los malvados
sobre el lote de los justos,
no sea que los justos extiendan
su mano a la maldad.
4Señor, concede bienes a los buenos,
a los sinceros de corazón;
5y a los que se desvían por sendas tortuosas,
que los rechace el Señor con los malhechores.
¡Paz a Israel!
Salmo de confianza que termina con una súplica. El título lo llama salmo de peregrinación: la vista de la ciudad santa puede inspirar esos sentimientos de confianza en Dios.
V. 1. El monte Sión es privilegiado porque Dios lo ha elegido para habitar en él. Esta presencia de Dios es su cimiento firmísimo: Dios está también presente en el alma de los que confían.
V. 2. Jerusalén es la ciudad santa, en torno al templo: las montañas la protegen militarmente. Pero su verdadera protección es el Señor, que cuida de "su pueblo".
V. 3. En tomo a Jerusalén, la tierra prometida es el lote de los justos: sobre ella no se afianzará el poder extranjero, porque sería una tentación demasiado grave para el pueblo.
VV. 4-5. Doble súplica dirigida a la justicia remuneradora de Dios. La invocación final puede ser antifónica, como en otros salmos se lee el aleluya.
[L. Alonso Schökel
Probablemente el salmo 124 fue compuesto en ocasión de una peregrinación a Jerusalén. La vista de la ciudad, coronada por el monte Sión, es, para los peregrinos, como un símbolo de la seguridad del creyente; los enemigos de Jerusalén tendrán que retroceder, porque la montaña de Sión es inexpugnable. Así los que confían en el Señor no tiemblan y pueden estar tranquilos aunque las embestidas del enemigo arreciasen: No pesará sobre ellos el cetro de los malvados, porque el Señor rodea a su pueblo.
Hagamos nuestra esta actitud de firme confianza del salmista. Aun en medio de las mayores dificultades, esperamos contra toda esperanza, porque los que confían en el Señor son como el monte Sión, asentado para siempre.
En la celebración comunitaria, es recomendable que este salmo sea proclamado por un salmista; si no es posible cantar la antífona propia, la asamblea puede acompañar el salmo cantando alguna antífona que exprese la confianza, por ejemplo: "En Dios pongo mi esperanza" o bien "El auxilio me viene del Señor", sólo el estribillo.
Oración I:
Escucha, Señor, a tu Iglesia, que espera de ti la unidad, la fuerza y la paz; tú, que dijiste a los discípulos en la tempestad nocturna "Soy yo, ¡no tengáis miedo!", no permitas que pese sobre nosotros el cetro de los malvados; en ti confiamos, Señor Jesús. Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Oración II:
Señor Jesucristo, que has fundamentado tu Iglesia sobre la roca firme y has prometido que las fuerzas del mal nunca prevalecerán contra ella, haz que creamos siempre que tú rodeas a tu pueblo como las montañas rodean Jerusalén, y no permitas que, desconfiando de tu promesa, extendamos nuestras manos a la maldad. Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
[Pedro Farnés]
El salmo 125 es una breve composición en dos partes: a) meditación esperanzada sobre Sión, vv. 1-3; b) oración de doble petición, vv. 4-5. Ni el autor ni la ocasión se pueden fijar con certeza. Tal vez corresponda a la época de la restauración de Israel. En este supuesto resultaría inteligible tanto la firme confianza del principio del salmo, a pesar de las amenazas de Sambalat, como las peticiones finales, una por el pueblo fiel y otra contra la facción de traidores y débiles que cedían a las instigaciones enemigas (cf. Ne 6).
VV. 1-3. La vista del monte Sión despierta en el salmista el sentimiento de la firme confianza del pueblo fiel en el Señor. Como aquella montaña privilegiada no tiembla, porque la morada de Dios en ella es su más firme cimiento, así la unión con Dios da al alma la más firme seguridad. El símil se refuerza en el v. 2. Los montes que rodean a Jerusalén: el Escopo, el Olivete, el del Escándalo al este, el del Mal Consejo al sur, y las colinas onduladas del oeste, son símbolo del poder divino para el pueblo. La frase estereotipada ahora y por siempre indica la constancia y perpetuidad de la protección. Ésta se afirma por tercera vez y de modo categórico en v. 3, no pesará la vara o cetro de los malvados, es decir, la fuerza del opresor (cf. Is 14,5), sobre la suerte o lote de los justos, o sea sobre la tierra que como heredad recibieron del Señor.
[Extraído de R. Arconada, en La Sagrada Escritura. Texto y comentario, de la BAC]
Para el rezo cristiano
Si el cetro de los malvados aún no ha sofocado definitivamente a Jerusalén, ciudad que sigue inspirando confianza, habría que pensar en los años del 597 al 587 antes de Cristo para la datación de este salmo; a no ser que los malvados sean los últimos reyes de Judá, en cuyo caso no comprendemos la libertad con que se expresa el salmista. En todo caso, los malvados no ocupan el centro del salmo. El centro de atención son los justos que habitan en Sión. Para ésta y para aquéllos se desea la paz. El salmo es un poema de consolación que vacila entre lo didáctico y lo lírico, entre la súplica y la profesión de certeza.
Lírica, didáctica y petición se dan la mano en este salmo de confianza. La vista de la ciudad santa inspira unos sentimientos de confianza en los habitantes de Jerusalén o en los peregrinos, que ahora pueden relacionarse con la asamblea cristiana. El versículo 3, si bien expresa un sentimiento de seguridad, recurre a un lenguaje didáctico. Los dos últimos versículos formulan una súplica directa. De acuerdo con esta división, puede salmodiarse del modo siguiente:
Asamblea, Confianza del pueblo: "Los que confían... ahora y por siempre" (vv. 1-2).
Presidente, Enseñanza didáctica: "No pesará el cetro... su mano a la maldad" (v. 3).
Asamblea, Petición: "Señor, concede bienes... paz a Israel" (vv. 4-5).
"Yo seré para Jerusalén una muralla en torno"
No obstante las fortificaciones naturales, los enemigos cercaron a Jerusalén en más de una ocasión, estremeciéndose el corazón de sus habitantes como se estremecen los árboles del bosque movidos por el viento. Es necesario infundir una confianza más sólida. Dios, que se definió como "escudo" del proto-patriarca Abrán (Gn 15,1), hace de un perseguido en Jerusalén una ciudad fortificada, un muro de bronce (Jer 1,18). Él mismo será para Jerusalén una muralla en torno. El Señor rodea a su pueblo. La nueva Jerusalén tiene una muralla que se asienta sobre doce piedras (Ap 24,14). La piedra principal -elegida, angular y preciosa- es Cristo, el gran abrazo que Dios da a la ciudad. Quien edifica en el recinto de esta ciudad, sobre la Piedra fundamental de la misma, no temerá los torrentes enemigos. Su construcción no tiembla, está asentada para siempre, ya que oye y pone en práctica las palabras de Jesús (Lc 7,47-49).
La dicha de los pobres
No todos han apostatado bajo el cetro de los malvados. Quedan pobres, justos, de corazón sincero, que no se han desviado por sendas tortuosas; antes bien confían en el Señor. Ellos habitarán la tierra. La dicha de los pobres es doble: tienen una tierra donde habitar y es la Tierra en la que Dios se muestra (Gn 12,1.7). Jesús es la Tierra de la manifestación divina. Dios es arquitecto y constructor en esta nueva Tierra. Nuestra incipiente construcción en la Tierra Prometida será firme en la Ciudad permanente que ya ahora buscamos. Cuando Dios se nos manifieste, sin velo alguno, en la Tierra, cuando transforme este cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso, nuestra dicha será completa. La bienaventuranza para quienes poseen la Tierra será nuestra bienaventuranza.
"Dios te conceda la paz"
Ante las amenazas de destrucción que planean sobre Jerusalén, no viene mal desearle la paz: ausencia de guerra, seguridad y concordia fraterna, bienes de todo género otorgados al justo. La paz es plenitud de vida. El Príncipe de la Paz traerá una paz sin fin. Cuando el Príncipe llegó a la provincia humana de su imperio, mensajeros celestes pregonaron la paz (Lc 2,14). Será fruto del sacrificio de Jesús. La paz que Jesús deja y da es la reconciliación de todos los hombres en un solo cuerpo. Es una anticipación de la vida eterna que subsiste en la tribulación e irradia en nuestras relaciones con los hombres, hasta el día en que el Dios de la paz restablezca todas las cosas en su integridad original. Que Dios conceda la paz a nuestro mundo.
Resonancias en la vida religiosa
Confiados ante el desconcierto: En medio de tantas insidias, defecciones, de tantas injustificadas rupturas de compromisos cristianos y religiosos, ¿quién nos asegura que justamente nosotros nos mantendremos fieles al Señor? Y cuando, por otra parte, observamos la bisoñez y precariedad de nuestras realizaciones y de nuestra vida espiritual, ¿dónde podremos encontrar una garantía de perseverancia en nuestra vocación?
El salmo 124 nos da esta respuesta consoladora: "Los que confían en el Señor son como el monte Sión: no tiembla, está asentado para siempre", "el Señor rodea a su Pueblo ahora y por siempre". Se nos convoca a depositar toda nuestra confianza en el Señor: no reinará sobre nosotros el poder del mal. Dios no permitirá que extendamos nuestras manos hacia la maldad. Nos concederá sus bienes, porque nos desea la plenitud y está interesado en que llegue a nosotros el don de la paz.
Oraciones sálmicas
Oración I: Señor, quien se edifica sobre la piedra angular, que es Cristo, no tiembla; cimienta nuestra fe sobre esta roca para que no nos estremezcamos ante los envites del mal. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
Oración II: No dejes, Padre, que nos desviemos por sendas tortuosas; haznos buenos y sinceros de corazón para que habitemos en la tierra en que Tú te manifiestas, para que quedemos injertados en Cristo Jesús, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
Oración III: Dios de la paz, que detestas el odio que genera la guerra, concédenos tu paz eterna y construye a nuestra Iglesia sobre el cimiento sólido del amor reconciliador. Te lo pedimos, Padre, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
[Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]
Comentario exegético
La seguridad de los que confían en Yahvé
La vista de la inexpugnable colina de Sión ha sugerido al poeta un canto a la protección divina sobre sus siervos y sobre la ciudad santa. Quizá fue compuesto con motivo de una peregrinación a la capital de la teocracia hebrea. Al llegar los peregrinos y dar vista a la ciudad maravillosa y amada, el salmista exhorta a la confianza en el que todo lo puede. La permanencia de la ciudad santa sobre las colinas es una prenda de estabilidad para los que son fieles a su Ley. En efecto, Yahvé no permitirá que los impíos hagan presa sobre los justos, que particularmente le pertenecen.
Desde el punto de vista literario, este salmo es una mezcla de oráculo y de plegaria. Se percibe cierto ritmo gradual, reflejado en las repeticiones. Algunas expresiones recientes prueban el origen postexílico de la composición.
Las montañas son en la literatura bíblica el símbolo de la estabilidad y de la eternidad. El salmista menciona aquí al monte Sión porque está especialmente vinculado a las creencias religiosas de los israelitas, ya que los vaticinios proféticos hablaban de los fundamentos inconmovibles de Sión, puestos por Dios directamente: "Yo he puesto en Sión por fundamento una piedra, piedra probada, piedra angular, de precio, sólidamente asentada" (Is 28,16; 14,32). En el salmo se trata de destacar la firmeza de la confianza de Israel -firme como la roca de Sión- y no su prosperidad. La ciudad santa está rodeada de colinas, que la escoltan y dan más firmeza defensiva: por el este, el monte de los Olivos; por el sur, el monte del Mal Consejo, y por el oeste, las colinas que dominan el valle de Er-Rababy o gehenna. Este cinturón de colinas es un símbolo de la custodia que Yahvé ejerce sobre su ciudad santa: el Señor rodea a su pueblo. En Zac 2,5 se dice que Yahvé será para Jerusalén un muro de fuego alrededor. Es la idea que quiere resaltar ahora el salmista para sembrar confianza en los peregrinos que se acercan a la ciudad santa.
Dios no permitirá que el cetro de los malvados -su poder opresor- se sobreponga al lote de los justos, la tierra santa de Canaán, que tocó en suerte a las tribus de Israel (Jos 18,10-11). Aquí el pueblo elegido es llamado justo en contraposición a los pueblos paganos, que desconocen las vías santas del Señor. El salmista, pues, declara que Yahvé no permitirá que una nación pagana domine permanentemente sobre el pueblo de Dios, pues la prolongada opresión daría lugar a que los justos -los israelitas en general- desesperaran de su situación privilegiada de pueblo de Dios y se unieran a los gentiles, renegando de su Dios. La dominación extranjera, pues, no se ha de prolongar, so pena de un grave peligro de general apostasía del pueblo de Dios.
El salmo se termina con una oración para que Yahvé favorezca a los que le son fieles y castigue a los impíos, quitando así toda ocasión de apostasía de los buenos al ver que la virtud es retribuida y la maldad castigada. Así se mantendrá la paz sobre Israel. La palabra paz aquí resume "todas las esperanzas, plegarias y deseos, y se deseaba extendiendo las manos sobre Israel en la bendición sacerdotal. La paz significa el final de la tiranía, de la hostilidad, de la división, de la intranquilidad y de la alarma; la paz significa libertad y armonía, seguridad y bendición" (Delitzsch).
[Maximiliano García Cordero, en la Biblia comentada de la BAC]
Catequesis de Juan Pablo II
Queridos hermanos y hermanas:
1. En nuestro encuentro, que tiene lugar después de mis vacaciones, pasadas en el Valle de Aosta, reanudamos el itinerario que estamos recorriendo dentro de la liturgia de las Vísperas. Ahora la atención se centra en el salmo 124, que forma parte de la intensa y sugestiva colección llamada "Canción de las subidas", libro ideal de oraciones para la peregrinación a Sión con vistas al encuentro con el Señor en el templo (cf. Sal 119-133).
Ahora meditaremos brevemente sobre un texto sapiencial, que suscita la confianza en el Señor y contiene una breve oración (cf. Sal 124,4). La primera frase proclama la estabilidad de "los que confían en el Señor", comparándola con la estabilidad "rocosa" y segura del "monte Sión", la cual, evidentemente, se debe a la presencia de Dios, que es "roca, fortaleza, peña, refugio, escudo, baluarte y fuerza de salvación" (cf. Sal 17,3). Aunque el creyente se sienta aislado y rodeado por peligros y amenazas, su fe debe ser serena, porque el Señor está siempre con nosotros. Su fuerza nos rodea y nos protege.
También el profeta Isaías testimonia que escuchó de labios de Dios estas palabras destinadas a los fieles: "He aquí que yo pongo por fundamento en Sión una piedra elegida, angular, preciosa y fundamental: quien tuviere fe en ella, no vacilará" (Is 28,16).
2. Sin embargo, continúa el salmista, la confianza del fiel tiene un apoyo ulterior: el Señor ha acampado para defender a su pueblo, precisamente como las montañas rodean a Jerusalén, haciendo de ella una ciudad fortificada con bastiones naturales (cf. Sal 124,2). En una profecía de Zacarías, Dios dice de Jerusalén: "Yo seré para ella muralla de fuego en torno, y dentro de ella seré gloria" (Za 2,9).
En este clima de confianza radical, que es el clima de la fe, el salmista tranquiliza "a los justos", es decir, a los creyentes. Su situación puede ser preocupante a causa de la prepotencia de los malvados, que quieren imponer su dominio. Los justos tendrían incluso la tentación de transformarse en cómplices del mal para evitar graves inconvenientes, pero el Señor los protege de la opresión: "No pesará el cetro de los malvados sobre el lote de los justos" (Sal 124,3); al mismo tiempo, los libra de la tentación de que "extiendan su mano a la maldad" (Sal 124,3).
Así pues, el Salmo infunde en el alma una profunda confianza. Es una gran ayuda para afrontar las situaciones difíciles, cuando a la crisis externa del aislamiento, de la ironía y del desprecio en relación con los creyentes se añade la crisis interna del desaliento, de la mediocridad y del cansancio. Conocemos esta situación, pero el Salmo nos dice que si tenemos confianza somos más fuertes que esos males.
3. El final del Salmo contiene una invocación dirigida al Señor en favor de los "buenos" y de los "sinceros de corazón" (v. 4), y un anuncio de desventura para "los que se desvían por sendas tortuosas" (v. 5). Por un lado, el salmista pide al Señor que se manifieste como padre amoroso con los justos y los fieles que mantienen encendida la llama de la rectitud de vida y de la buena conciencia. Por otro, espera que se revele como juez justo ante quienes se han desviado por las sendas tortuosas del mal, cuyo desenlace es la muerte.
El Salmo termina con el tradicional saludo shalom, "paz a Israel", un saludo que tiene asonancia con Jerushalajim, Jerusalén (cf. v. 2), la ciudad símbolo de paz y de santidad. Es un saludo que se transforma en deseo de esperanza. Podemos explicitarlo con las palabras de san Pablo: "Para todos los que se sometan a esta regla, paz y misericordia, lo mismo que para el Israel de Dios" (Ga 6,16).
4. En su comentario a este salmo, san Agustín contrapone "los que se desvían por sendas tortuosas" a "los que son sinceros de corazón y no se alejan de Dios". Dado que los primeros correrán la "suerte de los malvados", ¿cuál será la suerte de los "sinceros de corazón"? Con la esperanza de compartir él mismo, junto con sus oyentes, el destino feliz de estos últimos, el Obispo de Hipona se pregunta: "¿Qué poseeremos? ¿Cuál será nuestra herencia? ¿Cuál será nuestra patria? ¿Cómo se llama?". Y él mismo responde, indicando su nombre -hago mías estas palabras-: "Paz. Con el deseo de paz os saludamos; la paz os anunciamos; los montes reciben la paz, mientras sobre los collados se propaga la justicia (cf. Sal 71,3). Ahora nuestra paz es Cristo: "Él es nuestra paz" (Ef 2,14)" (Esposizioni sui Salmi, IV, Nuova Biblioteca Agostiniana, XXVIII, Roma 1977, p. 105).
San Agustín concluye con una exhortación que es, al mismo tiempo, también un deseo: "Seamos el Israel de Dios; abracemos con fuerza la paz, porque Jerusalén significa visión de paz, y nosotros somos Israel: el Israel sobre el cual reina la paz" (ib., p. 107), la paz de Cristo.
[Texto de la Audiencia general del Miércoles 3 de agosto de 2005]