1 Dad gracias al Señor porque es bueno:
porque es eterna su misericordia.
2 Dad gracias al Dios de los dioses:
porque es eterna su misericordia.
3 Dad gracias al Señor de los señores:
porque es eterna su misericordia.
4 Sólo él hizo grandes maravillas:
porque es eterna su misericordia.
5 Él hizo sabiamente los cielos:
porque es eterna su misericordia.
6 Él afianzó sobre las aguas la tierra:
porque es eterna su misericordia.
7 Él hizo lumbreras gigantes:
porque es eterna su misericordia.
8 El sol que gobierna el día:
porque es eterna su misericordia.
9 La luna que gobierna la noche:
porque es eterna su misericordia.
10 Él hirió a Egipto en sus primogénitos:
porque es eterna su misericordia.
11 Y sacó a Israel de aquel país:
porque es eterna su misericordia.
12 Con mano poderosa, con brazo extendido:
porque es eterna su misericordia.
13 Él dividió en dos partes el mar Rojo:
porque es eterna su misericordia.
14 Y condujo por en medio a Israel:
porque es eterna su misericordia.
15 Arrojó en el mar Rojo al faraón:
porque es eterna su misericordia.
16 Guió por el desierto a su pueblo:
porque es eterna su misericordia.
17 Él hirió a reyes famosos:
porque es eterna su misericordia.
18 Dio muerte a reyes poderosos:
porque es eterna su misericordia.
19 A Sijón, rey de los amorreos:
porque es eterna su misericordia.
20 Y a Hog, rey de Basán:
porque es eterna su misericordia.
21 Les dió su tierra en heredad:
porque es eterna su misericordia.
22 En heredad a Israel su siervo:
porque es eterna su misericordia.
23 En nuestra humillación, se acordó de nosotros:
porque es eterna su misericordia.
24 Y nos libró de nuestros opresores:
porque es eterna su misericordia.
25 Él da alimento a todo viviente:
porque es eterna su misericordia.
26 Dad gracias al Dios del cielo:
porque es eterna su misericordia
Comentario exegético
Género. Himno desarrollado en forma de letanía. Nos permite sospechar la composición o la ejecución letánica de otros salmos. El estribillo es fórmula litúrgica que suena en otros contextos: Jr 33,11; Esd 3,11; 2 Cor 5,13; 7,3. La partícula ki del estribillo plantea una cuestión de sentido: ¿depende cada vez del verso precedente o depende toda la serie del imperativo inicial? Creo que predomina lo segundo sin anular lo primero. El himno se tiñe de acción de gracias: alabanza agradecida.
Unidad y composición. La respuesta letánica confiere unidad a la serie. La serie, además, está organizada en grupos temáticos por los participios. El participio convierte casi en título una acción: el tiempo queda congelado en una especie de gesto lingüístico. Son nueve repartidos en tres grupos: una cuaterna cósmica (4-9), una cuaterna histórica (10- 22), uno suelto cotidiano (25).
a) Serie cósmica. El espacio queda dividido en tres zonas: cielo, tierra y agua. El tiempo se mide por la alternancia de día y noche. La raíz "forjar, consolidar", que Gn 1 aplica al firmamento, el salmo la aplica a la tierra, placa forjada sobre las aguas movedizas. Prefiere el verbo "hacer" a la palabra dando órdenes.
b) Serie histórica. La liberación se articula en cuatro fases. La salida se reparte entre Egipto (10-12) y el Mar Rojo (13-15); el largo viaje por el desierto se encoge en un solo verso (16); la derrota de reyes hostiles y la entrega de la tierra ocupan seis versos (17- 19.20-22). Al principio lo llama Israel, en medio "su pueblo", al final "su siervo", quizá pensando en la alianza.
c) La tercera serie no concuerda formalmente con las precedentes, el tema es diverso. Dos versos reúnen varios sucesos históricos en una categoría común (23-24); otro se sale de la historia para pisar el terreno de lo cotidiano universal. Se sospecha que estos tres versos sean adición.
[L.Alonso Schökel: Biblia del peregrino]
1. EL GRAN HAL-LEL
«Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor. Dad gracias al Dios de los dioses, porque es eterno su amor; dad gracias al Señor de los señores, porque es eterno su amor».
Israel canta su acción de gracias en la fiesta de la Pascua, enumerando con memoria cariñosa todas las maravillas que ha hecho el Señor, desde la creación y el rescate hasta la conquista y el cuidado diario, bajo la sagrada monotonía del mismo estribillo: «Porque es eterno su amor».
«Hizo los cielos con inteligencia, porque es eterno su amor; sobre las aguas tendió la tierra, porque es eterno su amor. Hizo las grandes lumbreras, porque es eterno su amor; el sol para dominar el día, porque es eterno su amor; la luna y las estrellas para dominar la noche, porque es eterno su amor».
Añado a la letanía oficial mis propios versos privados. El me trajo a la vida, porque es eterno su amor. Me puso en una familia buena, porque es eterno su amor. Me enseñó a pronunciar su nombre, porque es eterno su amor. Me reveló sus escrituras, porque es eterno su amor. Me llamó a su servicio, porque es eterno su amor. Me envió a ayudar a su pueblo, porque es eterno su amor. Me visita cada día, porque es eterno su amor. Me ha llamado amigo suyo, porque es eterno su amor.
Ahora continúo, en el silencio de la conciencia, rememorando aquellos momentos que sólo él y yo conocemos, momentos de intimidad y gozo, momentos de dolor y arrepentimiento, momentos de gracia y misericordia. Porque es eterno su amor.
Mi vida se hace oración, mis recuerdos son letanía sagrada, y mi historia es un salmo. Y tras de cada suceso, grande o pequeño, alegre o penoso, oculto o manifiesto, viene el verso que los une a todos y da sentido y alegría a mi vida en la dirección eterna y única de la íntima providencia de Dios. Porque es eterno su amor.
«Dad gracias al Dios de los cielos, porque es eterno su amor».
CARLOS G. VALLÉS
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae. Santander 1989, pág. 250
Catequesis de Benedicto XVI
Recuerda por favor al leer la catequesis que el Papa acostumbra nombrar a los salmos con la numeración hebrea, la más usada en la actualidad, mientras que en este listado (y en la sección) están con la numeración litúrgica
El «Gran Hallel» (Salmo 136 -135-)
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy querría meditar con vosotros un Salmo que resume toda la historia de salvación de la que el Antiguo Testamento nos da testimonio. Se trata de un gran himno de alabanza que celebra al Señor en las múltiples, repetidas manifestaciones de su bondad a través de la historia de los hombres: es el Salmo 136, o 135 según la tradición greco-latina.
Solemne oración de acción de gracias, conocido como el “Gran Hallel”, este Salmo se canta tradicionalmente al final de la cena pascual hebrea y Jesús probablemente también lo rezó en la última Pascua celebrada con los discípulos; a eso parece que se refiere la nota de los Evangelistas: “Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos” (cf. Mt 26,30; Mc 14,26). El horizonte de la alabanza ilumina así el difícil camino hacia el Gólgota. Todo el Salmo 136 se desarrolla en forma de letanía con la repetición de la antífona “porque su amor es para siempre”. A través de la composición se enumeran los muchos prodigios de Dios en la historia de los hombres y sus continuas intervenciones a favor de su pueblo; y a cada proclamación de la acción salvífica del Señor responde la antífona con la motivación fundamental de la alabanza: el amor eterno de Dios, un amor que, según el término judío utilizado, implica fidelidad, misericordia, bondad, gracia, ternura. Y este es el motivo que une todo el Salmo, repetido siempre de forma similar, mientras cambian las manifestaciones puntuales y paradigmáticas: la creación, la liberación del éxodo, el don de la tierra, la ayuda providencial y constante del Señor hacia su pueblo y a cada criatura.
Después de una triple invitación al agradecimiento al Dios soberano (vv. 1-3), se celebra al Señor como aquel que hace “grandes maravillas” (v.4), la primera de las cuales es la creación: el cielo, la tierra, los astros (vv. 5-9). El mundo creado no es un simple escenario en el que se inserta la actuación salvífica de Dios, sino que es el inicio de esta actuación maravillosa. Con la Creación, el Señor se manifiesta en toda su bondad y belleza, se compromete con la vida, revelando una voluntad de bien de la que emana toda actuación de salvación. Y en nuestro Salmo, haciéndose eco del primer capítulo del Génesis, el mundo creado se resume es sus elementos principales, insistiendo, especialmente, en los astros, el sol, la luna, las estrellas, criaturas magníficas que gobiernan el día y la noche. No se habla aquí de la creación del ser humano, pero está presente; el sol y la luna son para él -para el hombre-, para calcular el tiempo del hombre, poniéndolo en relación con el Creador, sobre todo a través de la indicación de los tiempos litúrgicos.
Y es la misma fiesta de Pascua la que se evoca poco después, cuando pasando a la manifestación de Dios en la historia, se inicia el gran suceso de la liberación de la esclavitud de los egipcios, del éxodo, marcado con sus elementos más significativos: la liberación de Egipto con la plaga de los primogénitos egipcios, la salida de Egipto, el paso del Mar Rojo, el camino en el desierto hasta la entrada a la tierra prometida (vv.10-20). Estamos en el momento originario de la historia de Israel. Dios ha intervenido potentemente para llevar a su pueblo a la libertad; a través de Moisés, su enviado, se ha impuesto al faraón revelándose en toda su grandeza y, finalmente, ha vencido la resistencia de los egipcios con el terrible flagelo de la muerte de los primogénitos. Así Israel puede dejar el país de la esclavitud, con el oro de sus opresores (cf. Ex 12,35-36), “con la mano alzada” (Ex 14,8), en el signo exultante de la victoria. También en el Mar Rojo, el Señor actúa con poder misericordioso.
Ante un Israel aterrorizado por la visión de los egipcios que los persiguen, hasta el punto de que se lamentan de haber dejado Egipto (cf. Ex 14,10-12), Dios, come dice nuestro Salmo, “el mar de Suf partió en dos […] por medio a Israel hizo pasar […] hundió en él al faraón con sus huestes” (vv. 13-15). La imagen del Mar Rojo “partido” en dos, parece evocar la idea del mar como un gran monstruo que se corta en dos trozos y que resulta inofensivo. El poder del Señor vence la peligrosidad de las fuerzas de la naturaleza y de las militares puestas en juego por los hombres: el mar, que parece bloquear el camino al pueblo de Dios, deja pasar a Israel a pie seco y después se cierra sobre los Egipcios ahogándolos. “Mano potente y tenso brazo” del Señor (cf. Dt 5,15; 7,19; 26,8) se muestran así en toda su fuerza salvífica: el injusto opresor ha sido vencido, ahogado en las aguas, mientras que el pueblo de Dios “pasa por medio” de ellas para continuar su camino hacia la libertad.
A este camino se refiere nuestro Salmo recordando, con una frase brevísima, el largo peregrinar de Israel hacia la tierra prometida: “Guió a su pueblo en el desierto, porque es eterno su amor” (v.16). Estas pocas palabras contienen una experiencia de cuarenta años, un tiempo decisivo para Israel que, dejándose guiar por el Señor, aprende a vivir en la fe, en la obediencia y en la docilidad a la ley de Dios. Son años difíciles, marcados por la dureza de la vida en el desierto, aunque también son años felices, de confianza en el Señor, de confianza filial; es el tiempo de la “juventud”, como lo define el profeta Jeremías hablando a Israel, en nombre del Señor, con expresiones llenas de ternura y de nostalgia: “De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada (Jr 2,2). El Señor, como el pastor del Salmo 23 que ya hemos visto en otra catequesis, durante cuarenta años guió a su pueblo, lo educó y amó, llevándolo hasta la tierra prometida, venciendo también las resistencias y hostilidades de pueblos enemigos que querían obstaculizar el camino de la salvación (cf. vv. 17-20).
En la descripción de las “grandes maravillas” que nuestro Salmo enumera, se llega al momento del don final, del cumplimiento de la promesa divina hecha a los Padres: “Y dio sus tierras en herencia, porque es eterno su amor; en herencia a su siervo Israel, porque es eterno su amor (vv. 21-22). En la celebración del amor eterno del Señor, se hace ahora memoria del don de la tierra, un don que el pueblo debe recibir pero sin poseer, viviendo continuamente con un comportamiento de acogida consciente y agradecida. Israel recibe el territorio donde habitar como “herencia”, un término que designa de un modo genérico la posesión de un bien recibido de otro, un derecho de propiedad que, de forma específica, hace referencia al patrimonio paterno. Una de las prerrogativas de Dios es la de “dar”; y ahora al final del camino del éxodo, Israel, destinatario del don, como un hijo, entra en el país de la promesa realizada. Ha terminado el tiempo del vagabundeo, bajo las tiendas, en una vida marcada por la precariedad. Ahora ha comenzado el tiempo feliz de la estabilidad, de la alegría de construir casas, de plantar las viñas, de vivir en la seguridad (cf. Dt 8,7-13). Pero es también el tiempo de la tentación de los ídolos, de la contaminación con los paganos, de la autosuficiencia que hace caer en el olvido el Origen del don. Por esto el Salmista menciona la humillación y los enemigos, una realidad de muerte en la que el Señor, de nuevo, se revela como Salvador: “En nuestra humillación se acordó de nosotros, porque es eterno su amor; y nos libró de nuestros adversarios, ¡porque es eterno su amor! (vv. 23-24).
En este punto nace la pregunta: ¿Cómo podemos hacer de este Salmo nuestra oración, cómo podemos apropiarnos, por nuestra oración, de este Salmo? Es muy importante el marco del Salmo, al principio y al final: está la creación. Volveremos a este punto: la creación como el gran don de Dios del que vivimos, en el que Él se revela en su bondad y en su grandeza. Por tanto, tener presente la creación como don de Dios es un punto común para todos nosotros. Después continúa la historia de salvación. Naturalmente podemos decir: esta liberación de Egipto, el tiempo del desierto, la entrada en la Tierra Santa y después los demás problemas, están muy lejanos de nosotros, no es nuestra historia. Pero debemos estar atentos a la estructura fundamental de esta oración. La estructura fundamental es que Israel se acuerda de la bondad del Señor. En esta historia hay muchos valles oscuros, muchos momentos de dificultades y de muerte, pero Israel se acuerda de que Dios era bueno y puede sobrevivir en este valle oscuro, en este valle de muerte porque se acuerda. Tiene el recuerdo de la bondad del Señor, de su poder; su misericordia es eterna. Y esto es importante también para nosotros: acordarnos de la bondad del Señor. La memoria se convierte en fuerza de la esperanza. El recuerdo nos dice: Dios está, Dios es bueno, eterna es su misericordia. Y así el recuerdo abre, incluso en la oscuridad de un día, de un momento, el camino hacia el futuro: es la luz y la estrella que nos guía. También nosotros tenemos un recuerdo del bien, del amor misericordioso, eterno de Dios. La historia de Israel ya es un memorial también para nosotros, cómo se muestra Dios, cómo se ha creado un pueblo. Después Dios se ha hecho hombre, uno de nosotros: ha vivido con nosotros, ha sufrido con nosotros, ha muerto por nosotros. Permanece con nosotros en el Sacramento y en la Palabra. Es una historia, un memorial de la bondad de Dios que nos asegura su bondad: su amor es eterno. Y también en estos dos mil años de historia de la Iglesia, está siempre, la bondad del Señor. Después del periodo oscuro de la persecución nazi y comunista, Dios nos ha liberado, ha mostrado que es bueno, que tiene fuerza, que su misericordia vale para siempre. Y, como en la historia común, colectiva, está presente esta memoria de la bondad de Dios, nos ayuda, se convierte en estrella de esperanza, de manera que cada uno tiene su historia personal de salvación, y debemos hacer un tesoro de esta historia, tener siempre presentes en la memoria las grandes cosas que Dios ha hecho en mi vida, para tener confianza: su misericordia es eterna. Y si hoy estoy en la noche oscura, mañana Él me libera porque su misericordia es eterna.
Volvamos al Salmo, porque, al final, vuelve a la creación. El Señor -dice así- “Él da el pan a toda carne, porque es eterno su amor” (v. 25). La oración del Salmo se concluye con una invitación a la alabanza: “¡Dad gracias al Dios de los cielos, porque es eterno su amor!”. El Señor es el Padre bueno y providente, que da la herencia a sus propios hijos y el alimento para que todos vivan. El Dios que ha creado los cielos y la tierra y las grandes luces celestes, que entra en la historia de los hombres para llevar a la salvación a todos sus hijos, es el Dios que llena el universo con su presencia de bien, cuidando la vida y dando el pan. El invisible poder del Creador y Señor cantado en el Salmo se revela en la pequeña visibilidad del pan que nos da, con el que nos hace vivir. Y así este pan cotidiano simboliza y sintetiza el amor de Dios como Padre, y nos abre al cumplimiento del Nuevo Testamento, a aquel “pan de la vida”, la Eucaristía, que nos acompaña en nuestra existencia de creyentes, anticipando la alegría definitiva del banquete mesiánico en el Cielo.
Hermanos y hermanas, la alabanza del Salmo 136 nos ha hecho recorrer las etapas más importantes de la historia de la salvación, hasta alcanzar el misterio pascual, en el que la acción salvadora de Dios llega a su culmen. Con alegría consciente celebramos, por tanto, al Creador, Salvador y Padre fiel, que “tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios se hace hombre para dar vida, para salvarnos a cada uno de nosotros, y se da como pan en el misterio eucarístico para hacernos entrar en su alianza que nos convierte en hijos. A todo esto llega la misericordia de Dios y la sublimidad de “su amor eterno”.
Quisiera concluir esta catequesis haciendo mías las palabras que San Juan escribe en su Primera Carta y que debemos tener siempre presentes en nuestra oración “¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1Jn 3,1). Gracias.
[Texto de la Audiencia general del miércoles 19 de octubre de 2011]
Benedicto XVI: De la belleza de la creación a la belleza de Dios
Meditación sobre el Salmo 135, «Himno pascual»
CIUDAD DEL VATICANO, 9 de noviembre de 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención que pronunció Benedicto XVI este miércoles durante la audiencia general dedicada a meditar sobre el
1. Acaba de entonarse «El gran Halel», es decir, la alabanza solemne y grandiosa que entonaba el judaísmo durante la liturgia pascual. Hablamos del Salmo 135, del que acabamos de escuchar la primera parte, según la división propuesta por la Liturgia de las Vísperas (Cf. versículos 1-9). Reflexionemos ante todo en el estribillo: «porque es eterna su misericordia».
En la frase resuena la palabra «misericordia» que, en realidad, es una traducción legítima pero limitada del término originario hebreo «hesed». Forma parte del lenguaje característico utilizado por la Biblia para expresar la alianza que existe entre el Señor y su pueblo. La palabra trata de definir las actitudes que se establecen dentro de esta relación: la fidelidad, la lealtad, el amor y evidentemente la misericordia de Dios.
Nos encontramos ante la representación sintética del lazo profundo y personal instaurado por el Creador con su criatura. Dentro de esta relación, Dios no aparece en la Biblia como un Señor impasible e implacable, ni es un ser oscuro e indescifrable, como el hado, con cuya fuerza misteriosa es inútil luchar. Él se manifiesta, sin embargo, como una persona que ama a sus criaturas, que vela por ellas, les acompaña en el camino de la historia y sufre por la infidelidad de su pueblo al «hesed», a su amor misericordioso y paterno.
2. El primer signo visible de esta caridad divina --dice el salmista-- hay que buscarlo en la creación. Después entrará en escena la historia. La mirada, llena de admiración y maravilla, se detiene ante todo ante la creación: los cielos, la tierra, las aguas, el sol, la luna y las estrellas.
Incluso antes de descubrir a Dios que se revela en la historia de un pueblo, se da una revelación cósmica, abierta a todos, ofrecida a toda la humanidad por el único Creador, «Dios de los dioses» y «Señor de los señores» (Cf. versículos 2-3).
Como había cantado el Salmo 18, «el cielo proclama la gloria de Dios, el firmamento pregona la obra de sus manos: el día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra» (versículos 2-3). Existe, por tanto, un mensaje divino, grabado secretamente en la creación, signo del «hesed», de la fidelidad amorosa de Dios que da a sus criaturas el ser y la vida, el agua y la comida, la luz y el tiempo.
Es necesario tener ojos limpios para contemplar esta manifestación divina, recordando la advertencia del Libro de la Sabiduría al recordar que «de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor» (Sabiduría 13, 5; Cf. Romanos 1, 20). La alabanza orante surge entonces de la contemplación de las «maravillas» de Dios (Cf. Salmo 135,4), presentes en la creación, y se transforma en un himno gozoso de alabanza y de acción de gracias al Señor.
3. De las obras creadas se llega así a la grandeza de Dios, a su amorosa misericordia. Es lo que nos enseñan los padres de la Iglesia, en cuya voz resuena la constante Tradición cristiana. De este modo, san Basilio Magno, en una de las páginas iniciales de su primera homilía sobre el «Hexamerón», en el que comenta la narración de la creación según el primer capítulo del Génesis, se detiene a considerar la sabia acción de Dios, y acaba reconociendo en la bondad divina el centro propulsor de la creación. Estas son algunas de las expresiones tomadas de la larga reflexión del santo obispo de Cesárea de Capacodia:
«"En el principio creó Dios los cielos y la tierra". Mi palabra cae rendida ante la maravilla de este pensamiento» (1,2,1: «Sobre el Génesis» --«Sulla Genesi» [«Omelie sull’Esamerone»], Milán 1990, pp. 9.11). De hecho, si bien algunos, «engañados por el ateísmo que llevaban dentro de sí, imaginaron el universo sin un guía ni orden, a la merced de la casualidad», el escritor sagrado, sin embargo, «nos ha iluminado inmediatamente con el nombre de Dios al inicio de la narración, diciendo: "En el principio creó Dios". Y ¡qué belleza tiene este orden! » (1,2,4: ibídem, p. 11). «Por tanto, si el mundo tiene un principio y ha sido creado, tú tienes que buscar a quien le dio este inicio y a quien es su Creador… Moisés te previno con su enseñanza imprimiendo en nuestras almas como si fuera un sello o una filacteria el santísimo nombre de Dios, al decir: "En el principio creó Dios". La naturaleza bienaventurada, la bondad carente de envidia, el objeto del amor por parte de todos los seres razonables, la belleza más deseable, el principio de los seres, el manantial de la vida, la luz intelectiva, la sabiduría inaccesible, en definitiva, Él "en el principio creó los cielos y la tierra"» (1,2,6-7: ibídem, p. 13).
[Al concluir, hablando sin papeles, el Papa añadió:]
Creo que las palabras de este padre del siglo IV son de una actualidad sorprendente cuando dice algunos «engañados por el ateísmo que llevaban dentro de sí, imaginaron el universo sin un guía ni orden, a la merced de la casualidad». ¿Cuántos son estos "algunos" hoy? Engañados por el ateísmo, consideran y tratan de demostrar que es científico pensar que todo carece de un guía y de orden, como si estuviera a la merced de la casualidad. El Señor, con la sagrada Escritura, despierta la razón adormecida y nos dice: al inicio está la Palabra creadora. Al inicio la Palabra creadora --esta Palabra que ha creado todo, que ha creado este proyecto inteligente, el cosmos-- es también Amor.
Dejémonos, por tanto, despertar por esta Palabra de Dios; pidamos que despeje nuestra mente para que podamos percibir el mensaje de la creación, inscrito también en nuestro corazón: el principio de todo es la Sabiduría creadora y esta Sabiduría es amor y bondad: «es eterna su misericordia».
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en diferentes idiomas. En castellano dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
El salmo que hemos escuchado es el mismo que el pueblo de Israel cantaba durante la liturgia de la Pascua. Tiene como centro la palabra misericordia, con la que se expresa la fidelidad, la lealtad, el amor que define la alianza entre Dios y su pueblo. Así, en esta alianza, Dios no aparece como un ser oscuro o impasible, sino que se manifiesta como una persona que ama a sus criaturas, vela sobre ellas, las sigue en el camino de la historia y sufre por la infidelidad del pueblo a su amor misericordioso y paterno.
El salmista se detiene en primer lugar sobre la creación: los cielos, la tierra, el agua y el sol, porque en ella se encuentra la primera revelación de esta fidelidad amorosa de Dios y, como enseña el libro de la Sabiduría, el hombre puede descubrir la grandeza de Dios contemplando la belleza de la creación. Así, la oración se transforma en un himno de alabanza y agradecimiento al Señor por su amorosa misericordia.
Saludo cordialmente a los visitantes y peregrinos de lengua española, en particular a la Hermandad de Nuestra Señora del Valle, a las Damas de Nuestra Señora del Pilar y al grupo de estudiantes de Barcelona, así como a los peregrinos de Guatemala y de otros países latinoamericanos. Con las palabras del salmista, demos gracias a Dios por todo lo que nos ha dado y hecho por nosotros, «porque es eterna su misericordia».
Muchas gracias.
Meditación sobre la segunda parte del Salmo 135, «Himno pascual»
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 16 de noviembre de 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la catequesis que dirigió Benedicto XVI este miércoles durante la audiencia general dedicada a comentar la segunda parte del Salmo 135 (versículos 10 a 26),
1. Volvemos a reflexionar sobre el himno de alabanza del Salmo 135 que la Liturgia de las Vísperas propone en dos etapas sucesivas, siguiendo la distinción de temas que ofrece la composición. De hecho, la celebración de las obras del Señor se perfila en dos ámbitos: el del espacio y el del tiempo.
En la primera parte (Cf. versículos 1 a 9), que fue objeto de nuestra meditación precedente (Ver texto 2), aparecían las acciones divinas realizadas con la creación: dieron origen a las maravillas del universo. En esa parte del Salmo se proclama la fe en Dios creador, que se revela a través de sus criaturas cósmicas. Ahora, sin embargo, el gozoso canto del salmista, llamado por la tradición judía «el gran Halel», es decir, la alabanza más alta elevada al Señor, nos pone ante un horizonte diferente, el de la historia. La primera parte, por tanto, habla de la creación como reflejo de la belleza de Dios; la segunda habla de la historia y del bien que Dios nos ha hecho en el transcurso del tiempo. Sabemos que la Revelación bíblica proclama repetidamente que la presencia de Dios salvador se manifiesta de manera particular en la historia de la salvación (Cf. Deuteronomio 26, 5-9; Génesis 24, 1-13).
2. Pasan ante los ojos del orante las acciones liberadoras del Señor que tienen su momento central en el éxodo de Egipto, al que está íntimamente unido el difícil viaje por el desierto del Sinaí, que desemboca en la tierra prometida, el don divino que Israel experimenta en todas las páginas de la Biblia.
La famosa travesía del Mar Rojo, dividido «en dos partes», como desgarrado y domado cual monstruo vencido (Cf. Salmo 135,13), da a luz a un pueblo libre, llamado a una misión y a un destino glorioso (Cf. versículos 14-15; Éxodo 15, 1-21), que tendrá su interpretación cristiana en la plena liberación del mal con la gracia bautismal (Cf. 1 Corintios 10,1-4). Se abre después el itinerario del desierto: en él, el Señor es representado como un guerreo que, continuando la obra de liberación comenzada en la travesía del Mar Rojo, defiende a su pueblo golpeando a sus adversarios. Desierto y mar representan, entonces, el paso a través del mal y la opresión para recibir el don de la libertad y de la tierra prometida (Cf. Salmo 135, 16-20).
3. Al final, el Salmo se asoma a ese país que la Biblia exalta con entusiasmo como «tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y hontanares que manan en los valles y en las montañas, tierra de trigo y de cebada, de viñas, higueras y granados, tierra de olivares, de aceite y de miel, tierra donde el pan que comas no te será racionado y donde no carecerás de nada; tierra donde las piedras tienen hierro y de cuyas montañas extraerás el bronce» (Deuteronomio 8, 7-9).
Esta celebración enfática, que va más allá de la realidad de esa tierra, quiere exaltar el don divino, dirigiendo nuestra expectativa hacia el don más elevado de la vida eterna con Dios. Un don que permite al pueblo ser libre, un don que nace --como repite la antífona que salpica cada uno de los versículos-- del «hesed» del Señor, es decir, de su «misericordia» de su fidelidad al compromiso asumido en la alianza con Israel, de su amor que sigue revelándose a través del «recuerdo» (Cf. Salmo 135, 23). En el momento de la «humillación», es decir, durante las sucesivas pruebas y opresiones, Israel siempre descubrirá la mano salvadora del Dios de la libertad y del amor. En el momento del hambre y de la miseria el Señor también intervendrá para ofrecer a toda la humanidad la comida, confirmando su identidad de creador (Cf. versículo 25).
4. En el Salmo 135 se entrecruzan por tanto dos modalidades de la única Revelación divina, la cósmica (Cf. versículos 4-9) y la histórica (Cf. versículos 10-25). Ciertamente el Señor es trascendente como creador y árbitro del ser; pero se acerca también a sus criaturas, entrando en el espacio y en el tiempo. No se queda lejos, en el cielo lejano. Por el contrario, su presencia entre nosotros alcanza su cumbre en la Encarnación de Cristo.
Esto es lo que la interpretación cristiana del Salmo proclama claramente, como los testimonian los padres de la Iglesia que ven la cumbre de la historia de la salvación y el signo supremo del amor misericordioso del Padre en el don del Hijo, como salvador y redentor de la humanidad (Cf. Juan 3, 16).
De este modo, san Cipriano, mártir del siglo III, al comenzar su tratado «Sobre las buenas obras y sobre la limosna», contempla maravillado las obras que Dios ha realizado en Cristo, su Hijo, a favor de su pueblo, prorrumpiendo en un reconocimiento apasionado de su misericordia. «Hermanos queridos, son muchos y grandes los beneficios de Dios, que la bondad generosa y copiosa de Dios Padre y de Cristo ha realizado y realizará por nuestra salvación; de hecho, para preservarnos, para darnos una vida y podernos redimir, el Padre mandó al Hijo; el Hijo, que había sido enviado, quiso ser llamado también Hijo del hombre para convertirnos en hijos de Dios: se humilló para elevar al pueblo que antes estaba postrado por tierra, fue herido para curar nuestras heridas, se convirtió en esclavo para liberarnos a nosotros, que éramos esclavos. Aceptó la muerte para poder ofrecer a los mortales la inmortalidad. Estos son los numerosos y grandes dones de la misericordia divina» (1: «Tratados: Colección de Textos Patrísticos» - «Trattati: Collana di Testi Patristici», CLXXV, Roma 2004, p. 108).
[Dejando a un lado los papeles, el Papa añadió]
Con estas palabras, el santo doctor de la Iglesia desarrolla el salmo con una letanía de los beneficios que Dios nos ha hecho, añadiéndola a lo que el salmista todavía no sabía, pero que ya esperaba, el verdadero don que Dios nos ha hecho: el don del Hijo, el don de la Encarnación, en la que Dios se nos ha dado y con la que permanece con nosotros, en la Eucaristía y en su Palabra, cada día hasta el final de la historia. Corremos el peligro de que la memoria del mal, de los males sufridos, con frecuencia sea más fuerte que la memoria del bien. El salmo sirve para despertar en nosotros la memoria del bien, de todo el bien que el Señor nos ha hecho y nos hace, y que podemos ver si nuestro corazón está atento: es verdad, la misericordia de Dios es eterna, está presente día tras día.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Papa dirigió un saludo a los peregrinos en varios idiomas. En castellano, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
El Salmo de hoy proclama la presencia del Señor en la historia de la salvación. Con las pruebas del desierto, que representan el mal y la opresión, el pueblo de Israel, a través del paso del Mar Rojo, recibe el don de la libertad y de la tierra prometida, descubriendo la mano liberadora del Dios del amor. Se entrelazan así dos modalidades de la única Revelación divina: la cósmica y la histórica. El Señor es trascendente, pero también cercano a sus creaturas.
La relectura cristiana del Salmo indica claramente que la presencia de Dios entre nosotros alcanza su culmen en la Encarnación de Cristo. Así lo testifican los Padres de la Iglesia, que ven el vértice de la historia de la salvación y la señal suprema del amor misericordioso de Dios Padre en el don de su Hijo: Cristo salvador y redentor, que se humilló para levantarnos, se hizo esclavo para conducirnos a la libertad y aceptó morir para ofrecernos la inmortalidad.