Salmo 133 (132)- Felicidad de la concordia fraterna



Ved qué dulzura, qué delicia,
convivir los hermanos unidos.

Es ungüento precioso en la cabeza,
que va bajando por la barba,
que baja por la barba de Aarón,
hasta la franja de su ornamento.

Es rocío del Hermón, que va bajando
sobre el monte Sión.
Porque allí manda el Señor la bendición:
la vida para siempre.


Otro salmo que, en su concisión, es más lo que sugiere que lo que manifiesta. Sólo resulta comunicable a través del lenguaje lo que, en realidad, es una experiencia profunda; podría compararse con el relato de Lucas de la Anunciación y la posterior visita de María a su prima Isabel.

Pero invita a entrar en el ámbito de una experiencia similar, que Yahveh ofrece al peregrino en forma de bienaventuranza con sólo ver cumplido su objetivo. El templo, la acogida, la Presencia y la comunión le introducen en una nueva esfera donde la armonía sobrepasa a las fatigas del viaje; los Hechos de los Apóstoles la describirán más adelante como el acontecimiento de Pentecostés dónde la felicidad más sólida cuajó en un pequeño grupo a efectos del Espíritu de la Resurrección haciendo de ellos “un solo corazón y una sola alma” (Cf. Ac 2 y ss.), el núcleo primitivo de la Iglesia.

El salmo no es otra cosa que una exclamación prolongada suscitada por la nueva y sorprendente vivencia como colofón a un largo, y seguramente azaroso, viaje; por el banquete de clausura de la peregrinación donde el encuentro, la amistad, la comunicación, la hospitalidad, el intercambio mutuo y la fraternidad no sólo hacen olvidar todos los avatares, sino aspirar un aroma nunca apreciado hasta éste momento; por lo que probablemente una traducción más exacta sería:

¡Oh!, Qué dulzura, qué delicia sentarse todos juntos” (v.1)

Para describir lo indescriptible recurre a las comparaciones, naturalmente bañadas de una lírica literaria de difícil superación. Es como el aceite derramado en la unción de los reyes, el óleo de la alegría, unción del espíritu:

“Tomó Samuel el cuerno de aceite y le ungió en medio de sus hermanos. A partir de entonces vino sobre David el Espíritu de Yahveh (I Sam 16, 13)

O de los sacerdotes:
“Prepararás el óleo para la unción sagrada, perfume aromático como lo prepara el perfumista. Ungirás también a Aarón y a sus hijos y los consagrarás para que ejerzan mi sacerdocio. (Ex 30,25. 30)

O de los profetas:
“Seré como rocío para Israel, que florecerá como el lirio y hundirá sus raíces como el Líbano”. (Os 14, 6)

Por extensión, todo el pueblo termina gozando de la triple unción en virtud de la comunión, pues es el pueblo de Yahveh, atributo que posteriormente se arrogará Jesús manifestándose como fuente de idéntica felicidad:

“Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, ahí estoy Yo en medio de ellos”.

La unción supone entonces la comunión; y no al revés. La bendición de Yahveh, su Presencia, recae sobre los “bienavenidos”, reunidos en su templo. Sin esta premisa aquélla se deshace o cambia de sentido:

“Estando él en Betania, vino una mujer con un frasco de alabastro lleno de perfume de nardo auténtico, de mucho valor; lo rompió y lo derramó sobre su cabeza. Jesús alegó: se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura”. (Cf. Mc 14, 3 ss.)

Jesús, sacerdote, profeta y rey asume, con su muerte, la vieja humanidad desavenida para hacer surgir una nueva, reunida en torno a él, especialmente en el banquete eucarístico. Él es la bendición perfecta, la vida para siempre, que el salmo, conforme a sus esquemas, recoge en el tercer versículo con una hipérbole que rebasa toda medida. Sión, el centro de la espiritualidad israelita, se cubre cada mañana del rocío procedente de la alta montaña del Hermón cuyas nieves perpetuas alimentan el Jordán; todo Israel queda entonces regado por el deshielo, constituyendo una permanente bendición para la tierra que, de otro modo, en una región seca como la de Palestina, no sería más que desierto. El salmo y Pentecostés, cada uno a su modo, hacen referencia a una Causa Común: el don que desciende de lo alto, y que la Plegaria Eucarística III cristiana, recoge en una de sus intercesiones.

La Liturgia monástica incorpora este salmo a la última oración de la jornada, la que antecede al descanso nocturno, puesto que nada hay más adecuado para relajarse que la experiencia gratificante de la unidad.