Salmo 48 (47) Grande es el Señor


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El salmo se sitúa entre el himno y la acción de gracias a Dios por haber librado la ciudad de un ataque enemigo. Como ilustración se puede escoger el cerco frustrado de Senaquerib según Is 37. El comienzo tiene varias relaciones verbales con el final del precedente. El salmo entero está lleno de enlaces temáticos y verbales con el 46: se podrían leer unidos. Para la trasposición cristiana. La clave es la ecuación Sión = Iglesia. [L. Alonso Schökel]

[1 Cántico. Salmo. De los hijos de Coré.]

2 Grande es el Señor y muy digno de alabanza
en la ciudad de nuestro Dios,
3 su monte santo, altura hermosa,
alegría de toda la tierra:

el monte Sión, vértice del cielo,
ciudad del gran rey;
4 entre sus palacios,
Dios descuella como un alcázar.

5 Mirad: los reyes se aliaron
para atacarla juntos;
6 pero, al verla, quedaron aterrados
y huyeron despavoridos;

7 allí los agarró un temblor
y dolores como de parto;
8 como un viento del desierto,
que destroza las naves de Tarsis.

9 Lo que habíamos oído lo hemos visto
en la ciudad del Señor de los ejércitos,
en la ciudad de nuestro Dios:
que Dios la ha fundado para siempre.

10 Oh Dios, meditamos tu misericordia
en medio de tu templo:
11 como tu renombre, oh Dios, tu alabanza
llega al confín de la tierra;

tu diestra está llena de justicia:
12 el monte Sión se alegra,
las ciudades de Judá se gozan
con tus sentencias.

13 Dad la vuelta en torno a Sión,
contando sus torreones;
14 fijaos en sus baluartes,
observad sus palacios,

para poder decirle a la próxima generación:
15 "Éste es el Señor, nuestro Dios".
Él nos guiará por siempre jamás.

VV. 2-4: Dios es el "gran rey" o emperador de todo el universo: ha escogido una capital o ciudad imperial erigida sobre un monte. Este monte, por la presencia de Dios, es el "vértice" que sube al cielo; y descuella entre todos los montes por su belleza. Entre los palacios de la ciudad, el alcázar que protege y corona es Dios mismo.
VV. 5-8: Los reinos del mundo se alían para formar la ciudad hostil a Dios. Pero la agresión queda desbaratada con la sola presencia de Dios en su ciudad: su majestad infunde un terror pánico o sacro. El aliento de Dios es como un viento huracanado que destroza los barcos de alto porte que hacen la travesía del Mediterráneo.
V. 9: El pueblo ha venido en procesión al monte santo: en una experiencia histórica, o bien en la conmemoración del culto, el pueblo se convierte en testigo de lo que conocía por la tradición. Estas salvaciones históricas, conmemoradas en el culto, dan prueba de que Dios es el fundador de la ciudad santa.
VV. 10-11: En el templo el pueblo medita sobre la misericordia de Dios: desde este centro el nombre de Dios se hace famoso y respetado.
VV. 11b-12: El templo es también el centro donde Dios juzga con justicia: a las naciones en la historia, y a su pueblo escogido. La experiencia de la justicia divina es un gozo que se difunde al monte santo y a las ciudades del reino.
VV. 13-15: El acto litúrgico termina con una procesión en torno a las murallas de la ciudad. La procesión se ocupa primero de contemplar atentamente, para desembocar en la alabanza. Lo que habían oído lo han visto, lo que ahora están viendo lo contarán a los hijos: es el principio de la tradición de Israel. [L. Alonso Schökel]

Los versículos entre [] no se leen en la liturgia

CATEQUESIS DE JUAN PABLO II
1. El salmo que hemos proclamado es un canto en honor de Sión, «la ciudad del gran rey» (Sal 47,3), entonces sede del templo del Señor y lugar de su presencia en medio de la humanidad. La fe cristiana lo aplica ya a la «Jerusalén de arriba», que es «nuestra madre» (Ga 4,26).

El tono litúrgico de este himno, la evocación de una procesión de fiesta (cf. vv. 13-14), la visión pacífica de Jerusalén que refleja la salvación divina, hacen del salmo 47 una oración con la que se puede iniciar la jornada para convertirla en un canto de alabanza, aunque se cierna alguna nube en el horizonte.

Para captar el sentido de este salmo, nos sirven de ayuda tres aclamaciones situadas al inicio, en el centro y al final, como para ofrecernos la clave espiritual de la composición y para introducirnos en su clima interior. Las tres invocaciones son: «Grande es el Señor y muy digno de alabanza en la ciudad de nuestro Dios» (v. 2), «Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo» (v. 10) y «Este es el Señor, nuestro Dios; él nos guiará por siempre jamás» (v. 15).

2. Estas tres aclamaciones, que exaltan al Señor pero también a «la ciudad de nuestro Dios» (v. 2), enmarcan dos grandes partes del salmo. La primera es una gozosa celebración de la ciudad santa, la Sión victoriosa contra los asaltos de los enemigos, serena bajo el manto de la protección divina (cf. vv. 3-8). Se trata de una especie de letanía de definiciones de esta ciudad: es una altura admirable que se yergue como un faro de luz, una fuente de alegría para todos los pueblos de la tierra, el único «Olimpo» verdadero donde se encuentran el cielo y la tierra. Como dice el profeta Ezequiel, es la Ciudad-Emmanuel, porque «Dios está allí», presente en ella (cf. Ez 48,35). Pero en torno a Jerusalén están acampando las tropas para el asedio, como un símbolo del mal que atenta contra el esplendor de la ciudad de Dios. El enfrentamiento tiene un desenlace lógico y casi inmediato.

3. En efecto, los poderosos de la tierra, al asaltar la ciudad santa, han provocado también a su Rey, el Señor. El salmista utiliza la sugestiva imagen de los dolores de parto para mostrar cómo se desvanece el orgullo de un ejército poderoso: «Allí los agarró un temblor y dolores como de parto» (v. 7). La arrogancia se transforma en fragilidad y debilidad, la fuerza en caída y derrota.

El mismo concepto se expresa con otra imagen: el ejército en fuga se compara a una armada invencible sobre la que se abate un tifón causado por un terrible viento del desierto (cf. v. 8). Así pues, queda una certeza inquebrantable para quien está a la sombra de la protección divina: la última palabra no la tiene el mal, sino el bien; Dios triunfa sobre las fuerzas hostiles, incluso cuando parecen formidables e invencibles.

4. El fiel, entonces, precisamente en el templo, celebra su acción de gracias al Dios liberador. Eleva un himno al amor misericordioso del Señor, expresado con el término hebraico hésed, típico de la teología de la alianza. Así nos encontramos ya en la segunda parte del Salmo (cf. vv. 10-14). Después del gran canto de alabanza a Dios fiel, justo y salvador (cf. vv. 10-12), se realiza una especie de procesión en torno al templo y a la ciudad santa (cf. vv. 13-14). Se cuentan las torres, signo de la segura protección de Dios, se observan las fortificaciones, expresión de la estabilidad que da a Sión su Fundador. Las murallas de Jerusalén hablan y sus piedras recuerdan los hechos que deben transmitirse «a la próxima generación» (v. 14) a través de la narración que harán los padres a los hijos (cf. Sal 77,3-7). Sión es el espacio de una cadena ininterrumpida de acciones salvíficas del Señor, que se anuncian en la catequesis y se celebran en la liturgia, para que perdure en los creyentes la esperanza en la intervención liberadora de Dios.

5. En la antífona conclusiva, es muy bella una de las más elevadas definiciones del Señor como pastor de su pueblo: «Él nos guiará por siempre jamás» (v. 15). El Dios de Sión es el Dios del Éxodo, de la libertad, de la cercanía al pueblo esclavo en Egipto y peregrino en el desierto. Ahora que Israel se ha establecido en la tierra prometida, sabe que el Señor no lo abandona: Jerusalén es el signo de su cercanía, y el templo es el lugar de su presencia.

Releyendo estas expresiones, el cristiano se eleva a la contemplación de Cristo, el templo nuevo y vivo de Dios (cf. Jn 2,21) y se dirige a la Jerusalén celestial, que ya no necesita un templo y una luz exterior, porque «el Señor, el Dios todopoderoso, y el Cordero, es su santuario. (...) La ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero» (Ap 21,22-23). A esta relectura «espiritual» nos invita san Agustín, convencido de que en los libros de la Biblia «no hay nada que se refiera sólo a la ciudad terrena, si todo lo que de ella se dice, o lo que ella realiza, simboliza algo que por alegoría se puede referir también a la Jerusalén celestial» (La Ciudad de Dios, XVII, 3, 2). De esa idea se hace eco san Paulino de Nola, que, precisamente comentando las palabras de nuestro salmo, exhorta a orar para que «podamos llegar a ser piedras vivas en las murallas de la Jerusalén celestial y libre» (Carta 28, 2 a Severo). Y contemplando la solidez y firmeza de esta ciudad, el mismo Padre de la Iglesia prosigue: «En efecto, el que habita esta ciudad se revela como Uno en tres personas. (...) Cristo ha sido constituido no sólo cimiento de esa ciudad, sino también torre y puerta. (...) Así pues, si sobre él se apoya la casa de nuestra alma y sobre él se eleva una construcción digna de tan gran cimiento, entonces la puerta de entrada a su ciudad será para nosotros precisamente Aquel que nos guiará a lo largo de los siglos y nos colocará en sus verdes praderas» (ib.).
[Audiencia general del Miércoles 17 de octubre de 2001]
MONICIÓN SÁLMICA
En su sentido literal nuestro salmo es un canto de admiración dedicado a Jerusalén y al Dios que habita en ella y, desde ella, revela su grandeza.
Para nosotros, cristianos, nuestra Jerusalén es la Iglesia; la ponderación de sus bellezas externas, la evocación de sus victorias nos ha de alentar la esperanza. Como Dios habitó en Sión, así Cristo habita en la Iglesia; como Dios protegió a Jerusalén, así Cristo protege a la Iglesia, esposa amada. En torno a ella se realizará la gran liberación escatológica de la humanidad. Entonemos, pues, nuestro himno de alabanza a la madre Iglesia,alegría de toda la tierra. Y, si se presentan dificultades, confiemos en quien habita en la Iglesia: Mirad, los reyes se aliaron, pero, al verla, huyeron despavoridos.-- [Pedro Farnés]
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NOTAS A LOS VERSÍCULOS DEL SALMO
Himno al monte del templo, con imágenes de ascendencia mítica para expresar el reino histórico y universal del Señor.
VV. 2-4: Dios es el «gran rey» o emperador de todo el universo: ha escogido una capital o ciudad imperial erigida sobre un monte. Este monte, por la presencia de Dios, es el «vértice» que sube al cielo; y descuella entre todos los montes por su belleza. Entre los palacios de la ciudad, el alcázar que protege y corona es Dios mismo.
VV. 5-8: Los reinos del mundo se alían para formar la ciudad hostil a Dios. Pero la agresión queda desbaratada con la sola presencia de Dios en su ciudad: su majestad infunde un terror pánico o sacro. El aliento de Dios es como un viento huracanado que destroza los barcos de alto porte que hacen la travesía del Mediterráneo.
V. 9: El pueblo ha venido en procesión al monte santo: en una experiencia histórica, o bien en la conmemoración del culto, el pueblo se convierte en testigo de lo que conocía por la tradición. Estas salvaciones históricas, conmemoradas en el culto, dan prueba de que Dios es el fundador de la ciudad santa.
VV. 10-11: En el templo el pueblo medita sobre la misericordia de Dios: desde este centro el nombre de Dios se hace famoso y respetado.
VV. 11b-12: El templo es también el centro donde Dios juzga con justicia: a las naciones en la historia, y a su pueblo escogido. La experiencia de la justicia divina es un gozo que se difunde al monte santo y a las ciudades del reino.
VV. 13-15: El acto litúrgico termina con una procesión en torno a las murallas de la ciudad. La procesión se ocupa primero de contemplar atentamente, para desembocar en la alabanza. Lo que habían oído lo han visto, lo que ahora están viendo lo contarán a los hijos: es el principio de la tradición de Israel.
Para la reflexión del orante cristiano.- Para trasponer este salmo al contexto cristiano hay que observar la correspondencia clásica, ya enunciada en el NT: Sión = Iglesia terrestre = Iglesia celeste.-- 
[L. Alonso Schökel]


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MONICIONES PARA EL REZO CRISTIANO DEL SALMO

Introducción general
Jerusalén, más concretamente el monte Sión con su templo, ha despertado desde antiguo un mundo de soterrados e inefables sentimientos. Es el lugar que Dios ha elegido para morada de su nombre. Las gestas de Dios en el pasado han quedado esculpidas en piedra. Contra este baluarte se han estrellado los enemigos de Dios y de la ciudad. Para quien acceda a Jerusalén, a celebrar el renombre de Dios, el pasado es un elocuente testimonio de Dios, mientras comienza a vislumbrarse un futuro dichoso. Todo esto significa «la ciudad de nuestro Dios», a quien el salmista dedica su canción lírica.
Momentos del salmo que pueden tenerse en cuenta a la hora de rezarlo comunitariamente: Himno de alabanza: «Grande es el Señor... como un alcázar» (vv. 2-4). Evocación del pasado: «Mirad... naves de Tarsis» (vv. 5-8). Respuesta presente: «Lo que habíamos oído... con tus sentencias» (vv. 9-12). Invitación al compromiso: «Dad la vuelta... siempre jamás» (vv. 13-15).

La ciudad de nuestro Dios
La grandeza de Jerusalén y de su templo estriba en ser la «ciudad de nuestro Dios». Mientras el templo esté en pie, los moradores de Jerusalén y de las ciudades filiales se creerán seguros (Jr 7,10). No obstante, Jerusalén y el templo pueden generar una falsa seguridad, si se disocia el santuario de quien lo habita. Por ello, el templo hubo de ser destruido, pero quien lo habita se traslada donde está su pueblo. Es un antecedente que explica la construcción de un nuevo santuario en los tiempos finales. Nosotros nos hemos acercado al nuevo templo, a «la ciudad del Dios vivo» con un pétreo fundamento. En nuestra peregrinación hacia la Jerusalén celestial entonamos el siguiente himno a la ciudad de nuestro Dios.

Elocuencia del tiempo pasado
Las fuerzas del caos y los enemigos históricos de Israel se estrellaron en sucesivas oleadas y se deshicieron contra la «ciudad del Dios de los ejércitos». Ahora comprende el pueblo todo este pasado glorioso. El recuerdo nutre el presente y desde aquí se interpreta el pasado. Lo que se celebra en el fondo es la misericordia de Yahvé para con su pueblo. A la luz del presente de la resurrección del Señor recordamos cuanto hemos visto y oído y podemos afirmar que Dios ha fundado su ciudad para siempre, por cuanto que es Dios quien ha construido esta ciudad. ¿Cómo no alegrarnos con esta sentencia de Dios que condena al fracaso a todos los enemigos? Al rezar este salmo meditamos la inmensa misericordia de Dios.

Una catequesis familiar
Lo vivido y celebrado en el templo impulsa a un compromiso con la generación venidera. Se debe despertar la confianza en Dios y tender a una confesión: «Este es nuestro Dios». De este modo procede Juan: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto..., lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida..., os lo anunciamos» (1 Jn 10,1ss). Estamos ante una catequesis familiar que versa sobre «el Primero y el Ultimo, el que estuvo muerto y revivió» (Ap 2,8). Si sobre Él, Dios fundó su ciudad para siempre, se entiende que Él, como Buen Pastor, nos «guíe por siempre jamás». Incluso más allá de la muerte. Desvelar estas convicciones íntimas en el ámbito familiar es formar parte de la tradición viva de la Iglesia. Comprometámonos a ello con el rezo de este salmo.

Resonancias en la vida religiosa
Comunidad fundada por el Señor: La iglesia, comunidad de creyentes, es el monte santo, la ciudad del gran Rey, el anticipo sacramental de la Ciudad celeste. En ella descuella Dios Padre, manifestado en su Hijo Jesús, como un alcázar. Su Espíritu crea unidad, armonía, belleza, fortaleza, alentando misteriosa e infaliblemente la historia.
La comunidad eclesial, a la que pertenecemos, no es el resultado de un convenio colectivo, ni la cristalización de una idea genial de algún hombre. «Dios mismo la ha fundado para siempre». Esta convicción de fe nos lleva a contemplar ya ahora con intuición creyente la derrota y el desmoronamiento de todos aquellos que piensan atacarla y destruirla. «Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella». Los poderes políticos o militares quedarán aterrados y huirán despavoridos; los imperios económicos serán destrozados y no podrán subsistir.

Pero vano sería deducir de ello un triunfalismo narcisista y una autoglorificación de las instituciones que forman la Iglesia. No son ellas las protagonistas, sino sólo Dios, su misericordia, su diestra, llena de justicia. La Iglesia es su Ciudad. Sólo Él le da consistencia.

Nosotros, pequeña comunidad en la gran comunidad eclesial, meditamos la absoluta grandeza de Dios y transmitimos en una peculiar generación de fe nuestra confesión: «Este es el Señor nuestro Dios», aquel que nunca abandona a su comunidad, porque El mismo la ha fundado.-- [Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]