El salmo 42-43 es una lamentación en ausencia de Sión, llena de nostalgia y deseo de volver a visitar el templo. El estribillo, el tema y el tono de los salmos 42 y 43 muestran que se trata de un solo salmo.
La gran peregrinación del piadoso israelita, de todo el pueblo de Israel, no termina en el templo, sino que continúa hacia el que es más que el templo, en quien reside Dios; Él es la luz verdadera, que nos guía por la gran peregrinación, haciéndonos sentir el dolor de la ausencia diferida, la esperanza del encuentro. Recitado por la Iglesia, este canto de peregrinación se llena de movimiento escatológico. [L. Alonso Schökel]
[1 Del maestro de coro. Poema. De los hijos de Coré.]
2 Como busca la cierva
corrientes de agua,
así mi alma te busca
a ti, Dios mío;
3 tiene sed de Dios,
del Dios vivo:
¿cuándo entraré a ver
el rostro de Dios?
4 Las lágrimas son mi pan
noche y día,
mientras todo el día me repiten:
"¿Dónde está tu Dios?"
5 Recuerdo otros tiempos,
y desahogo mi alma conmigo:
cómo marchaba a la cabeza del grupo,
hacia la casa de Dios,
entre cantos de júbilo y alabanza,
en el bullicio de la fiesta.
6 ¿Por qué te acongojas, alma mía,
por qué te me turbas?
Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
"Salud de mi rostro, Dios mío".
7 Cuando mi alma se acongoja,
te recuerdo
desde el Jordán y el Hermón
y el Monte Menor.
8 Una sima grita a otra sima
con voz de cascadas:
tus torrentes y tus olas
me han arrollado.
9 De día el Señor
me hará misericordia,
de noche cantaré la alabanza
del Dios de mi vida.
10 Diré a Dios: "Roca mía,
¿por qué me olvidas?
¿Por qué voy andando, sombrío,
hostigado por mi enemigo?"
11 Se me rompen los huesos
por las burlas del adversario;
todo el día me preguntan:
"¿Dónde está tu Dios?"
12 ¿Por qué te acongojas, alma mía,
por qué te me turbas?
Espera en Dios, que volverás a alabarlo:
"Salud de mi rostro, Dios mío".
CATEQUESIS DE JUAN PABLO II
1. Una cierva sedienta, con la garganta seca, lanza su lamento ante el desierto árido, anhelando las frescas aguas de un arroyo. Con esta célebre imagen comienza el salmo 41. En ella podemos ver casi el símbolo de la profunda espiritualidad de esta composición, auténtica joya de fe y poesía. En realidad, según los estudiosos del Salterio, nuestro salmo se debe unir estrechamente al sucesivo, el 42, del que se separó cuando los salmos fueron ordenados para formar el libro de oración del pueblo de Dios. En efecto, ambos salmos, además de estar unidos por su tema y su desarrollo, contienen la misma antífona: «¿Por qué te acongojas, alma mía?, ¿por qué te me turbas? Espera en Dios, que volverás a alabarlo: Salud de mi rostro, Dios mío» (Sal 41,6.12; 42,5). Este llamamiento, repetido dos veces en nuestro salmo, y una tercera vez en el salmo sucesivo, es una invitación que el orante se hace a sí mismo a evitar la melancolía por medio de la confianza en Dios, que con seguridad se manifestará de nuevo como Salvador.
2. Pero volvamos a la imagen inicial del salmo, que convendría meditar con el fondo musical del canto gregoriano o de esa gran composición polifónica que es el Sicut cervus de Pierluigi de Palestrina. En efecto, la cierva sedienta es el símbolo del orante que tiende con todo su ser, cuerpo y espíritu, hacia el Señor, al que siente lejano pero a la vez necesario: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 41,3). En hebraico una sola palabra, nefesh, indica a la vez el «alma» y la «garganta». Por eso, podemos decir que el alma y el cuerpo del orante están implicados en el deseo primario, espontáneo, sustancial de Dios (cf. Sal 62,2). No es de extrañar que una larga tradición describa la oración como «respiración»: es originaria, necesaria, fundamental como el aliento vital.
Orígenes, gran autor cristiano del siglo III, explicaba que la búsqueda de Dios por parte del hombre es una empresa que nunca termina, porque siempre son posibles y necesarios nuevos progresos. En una de sus homilías sobre el libro de los Números, escribe: «Los que recorren el camino de la búsqueda de la sabiduría de Dios no construyen casas estables, sino tiendas de campaña, porque realizan un viaje continuo, progresando siempre, y cuanto más progresan tanto más se abre ante ellos el camino, proyectándose un horizonte que se pierde en la inmensidad» (Homilía XVII in Numeros, GCS VII, 159-160).
3. Tratemos ahora de intuir la trama de esta súplica, que podríamos imaginar compuesta de tres actos, dos de los cuales se hallan en nuestro salmo, mientras el último se abrirá en el salmo sucesivo, el 42, que comentaremos seguidamente. La primera escena (cf. Sal 41,2-6) expresa la profunda nostalgia suscitada por el recuerdo de un pasado feliz a causa de las hermosas celebraciones litúrgicas ya inaccesibles: «Recuerdo otros tiempos, y desahogo mi alma conmigo: cómo marchaba a la cabeza del grupo hacia la casa de Dios, entre cantos de júbilo y alabanza, en el bullicio de la fiesta» (v. 5).
«La casa de Dios», con su liturgia, es el templo de Jerusalén que el fiel frecuentaba en otro tiempo, pero es también la sed de intimidad con Dios, «manantial de aguas vivas», como canta Jeremías (Jr 2,13). Ahora la única agua que aflora a sus pupilas es la de las lágrimas (cf. Sal 41,4) por la lejanía de la fuente de la vida. La oración festiva de entonces, elevada al Señor durante el culto en el templo, ha sido sustituida ahora por el llanto, el lamento y la imploración.
4. Por desgracia, un presente triste se opone a aquel pasado alegre y sereno. El salmista se encuentra ahora lejos de Sión: el horizonte de su entorno es el de Galilea, la región septentrional de Tierra Santa, como sugiere la mención de las fuentes del Jordán, de la cima del Hermón, de la que brota este río, y de otro monte, desconocido para nosotros, el Misar (cf. v. 7). Por tanto, nos encontramos más o menos en el área en que se hallan las cataratas del Jordán, las pequeñas cascadas con las que se inicia el recorrido de este río que atraviesa toda la Tierra prometida. Sin embargo, estas aguas no quitan la sed como las de Sión. A los ojos del salmista, más bien, son semejantes a las aguas caóticas del diluvio, que lo destruyen todo. Las siente caer sobre él como un torrente impetuoso que aniquila la vida: «tus torrentes y tus olas me han arrollado» (v. 8). En efecto, en la Biblia el caos y el mal, e incluso el juicio divino, se suelen representar como un diluvio que engendra destrucción y muerte (cf. Gn 6,5-8; Sal 68,2-3).
5. Esta irrupción es definida sucesivamente en su valor simbólico: son los malvados, los adversarios del orante, tal vez también los paganos que habitan en esa región remota donde el fiel está relegado. Desprecian al justo y se burlan de su fe, preguntándole irónicamente: «¿Dónde está tu Dios?» (v. 11; cf. v. 4). Y él lanza a Dios su angustiosa pregunta: «¿Por qué me olvidas?» (v. 10). Ese «¿por qué?» dirigido al Señor, que parece ausente en el día de la prueba, es típico de las súplicas bíblicas
Frente a estos labios secos que gritan, frente a esta alma atormentada, frente a este rostro que está a punto de ser arrollado por un mar de fango, ¿podrá Dios quedar en silencio? Ciertamente, no. Por eso, el orante se anima de nuevo a la esperanza (cf. vv. 6 y 12). El tercer acto, que se halla en el salmo sucesivo, el 42, será una confiada invocación dirigida a Dios (cf. Sal 42, 1.2a.3a.4b) y usará expresiones alegres y llenas de gratitud: «Me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría, de mi júbilo».
El salmo 41 es la súplica dolorosa de un levita desterrado. Alejado de Dios y del templo, en nada puede encontrar descanso, sino en el recuerdo de las celebraciones litúrgicas y en la esperanza de que volverá a tomar parte en ellas: Desahogo mi alma recordando otros tiempos: cómo marchaba a la cabeza del grupo, hacia la casa de Dios; pero, ¿por qué te acongojas, alma mía? Volverás a alabar a Dios.
Pasada la alegría del domingo, empezamos ahora un nuevo día de trabajo, una nueva jornada de quehaceres. Dios nos ha dado la luz, el trabajo, los proyectos..., pero todo ello es poco para quien ha gustado «qué bueno es el Señor» (Sal 33,9). Por eso, por lo menos a la luz de la fe, estos dones no son suficientes. Mi alma tiene sed de Dios y, si Dios se esconde, las lágrimas serán mi pan. El salmo 41, contemplado y profundizado, dará sentido y paz incluso a nuestra sequedad y noche oscura. El recuerdo de los favores pasados -entre ellos el de la celebración del domingo, tan reciente aún- será nuestro consuelo: Recuerdo cómo marchaba hacia la casa de Dios, entre cantos de júbilo, y desahogo mi alma conmigo. La esperanza de un domingo sin fin en la contemplación del Resucitado será nuestro aliento: Espera en Dios, que volverás a alabarlo en aquel lugar donde ya no habrá más ni dolor ni llanto ni muerte.-- [Pedro Farnés]
El salmo 41-42 es una lamentación en ausencia de Sión, llena de nostalgia y deseo de volver a visitar el templo. El estribillo, el tema y el tono de los salmos 41 y 42 muestran que se trata de un solo salmo.
V. 2: El término de toda búsqueda es Dios, casi con sed animal, salvaje.
V. 3: A Dios lo encuentra el salmista en el templo; allí goza de la presencia o «rostro» de Dios.
V. 4: Desterrado en tierra extranjera, tiene que tolerar las burlas de los habitantes.
V. 5: La peregrinación al templo es una de las grandes ocasiones festivas en la vida israelita.
V. 6: Estribillo, en monólogo interior: indica el tono del salmo, la congoja y la esperanza; el sitio de alabar a Dios es el templo; y el último verso, puede ser una cita de uno de los cantos de peregrinación.
VV. 7-8: El paisaje se hace parte de la experiencia del salmista: al norte de Palestina, entre grandes montañas, junto a las fuentes del Jordán; allí escucha el despeñarse de los torrentes, símbolo de su aflicción interna.
VV. 9-10: El recuerdo pasa a esperanza; a la súplica del salmista responderá Dios con la misericordia, y el salmista a su vez responde con la alabanza: será el ritmo del día y la noche.
VV. 10-11: Retorna la lamentación, otra vez en monólogo interior, preparando el estribillo.
Para la reflexión del orante cristiano.- La gran peregrinación del piadoso israelita, de todo el pueblo de Israel, no termina en el templo, sino que continúa hacia el que es más que el templo, en quien reside Dios; Él es la luz verdadera, que nos guía por la gran peregrinación, haciéndonos sentir el dolor de la ausencia diferida, la esperanza del encuentro. Recitado por la Iglesia, este canto de peregrinación se llena de movimiento escatológico.-- [L. Alonso Schökel]
Introducción general
Este salmo, posiblemente pre-exílico, canta la lejanía de Sión con un lirismo conmovedor. Hay en él un movimiento que progresa hacia una cima. Si los versículos 2-6 expresan la nostalgia de la lejanía, los restantes versículos añaden un tono de queja. En esta segunda parte, la lejanía de Dios se reviste con un lenguaje simbólico. Primero son los abismos de rompientes olas, después los enemigos opresores, junto con el quebranto de los huesos y los insultos, los símbolos que describen gráficamente la lejanía. Hay que añadir que la nostálgica lejanía se abre a la esperanza en el diálogo del salmista consigo mismo.
Este salmo de lamentación individual pide una salmodia individualizada incluso en la celebración comunitaria. Atendiendo a la introducción y a la lamentación propiamente dicha, así como también al estribillo, sugerimos la salmodia siguiente: Salmista 1.°: Introducción: «Como busca la cierva... el rostro de Dios» (vv. 2-3).- Salmista 2.°: Lamentación: «Las lágrimas son mi pan... bullicio de la fiesta» (vv. 4-5).- Asamblea: Estribillo:«¿Por qué te acongojas... mi rostro, Dios mío» (v. 6).- Salmista 2.º: Continúa la lamentación: «Cuando mi alma... dónde está tu Dios?» (vv. 7-11).- Asamblea: Estribillo: «¿Por qué te acongojas... salud de mi rostro, Dios mío» (v. 12).
«¿Adónde te escondiste, Amado?»
La imagen de la cierva, jadeante de sed, es un clamor vital para quien encuentra satisfacción sólo en Dios. Se acumulan los recuerdos del pasado en el corazón del salmista: cómo desahogaba su vida con el «Tú» divino, cómo marchaba a la cabeza del grupo que subía a Sión... Pero ¿dónde está ahora el Amado de mi alma? Tal vez se imponga un silencio que traiga el eco de aquellas palabras: «Los sedientos, id por agua» (Is 55,1). ¿Dónde buscar el agua cuando los ríos se han secado? «El que beba del agua que yo le dé, jamás tendrá sed», dice el Señor. El agua que brota del costado abierto de Cristo harta las sequedades de la vida. Es el agua de la nueva Ciudad. Busquemos a Dios en Cristo. Busquémosle en los bosques y espesuras. Busquémosle en la jungla de cada día, que por esos sotos ha pasado.
¡Voy al Padre!
La lejana Galilea, medio pagana, quema el alma del fervoroso judío con ascuas de nostalgia: quisiera estar junto a Dios, salud de su rostro. Más tarde será un galileo, Jesús, quien suspire por la casa del Padre, donde se entretiene y la purifica. Con gusto hubiera habitado en los aledaños del templo, pero los judíos no le dejaron. Su última peregrinación a Jerusalén le proporciona la ocasión de exponer el ardiente deseo de gozar nuevamente del Padre. Cuando retorna al Padre, dejando el mundo, levanta un nuevo templo sobre su carne e introduce en nuestro mundo el tenso anhelo de estar-con-Cristo, ya que «mientras moramos en este cuerpo, estamos ausentes del Señor porque caminamos en fe y no en visión» (2 Cor 5,6-7). Nuestra nostalgia es un vehemente deseo de retorno a Casa. No olvidemos nuestro destino: ¡Vamos al Padre!
Después de este destierro, muéstranos a Jesús
El desterrado salmista debe soportar la burlona pregunta de los incrédulos: «¿Dónde está tu Dios?». Sencillamente no existe, piensan quienes preguntan, porque es inoperante. No basta con que el salmista se refugie en su pasado ni saboree el polvo de la humillación presente; un aliento de esperanza futura es el bálsamo de su herida. Prueba similar experimentó Jesús cuando los judíos le preguntaron: «¿Dónde está tu Padre?» Si es Dios, que te libere en la hora fatal. Hasta los discípulos le piden que les muestre al Padre. Pero he aquí que quien murió con una plegaria de confianza en los labios, entró en la presencia de Dios. Si hoy se nos formula tal zahiriente pregunta, derramemos sobre nuestra herida el aceite de la esperanza, procedente de la nube de testigos que nos rodea. Traigamos a consideración que Jesús sufrió la contradicción para que no decaigamos de ánimo rendidos por la fatiga y caminemos con la plegaria: «Después de este destierro, muéstranos a Jesús».
Resonancias en la vida religiosa
Mi alma tuvo siempre sed de Ti: Hay un ansia irrefrenable de Dios en lo más íntimo de nuestro ser. Todo lo que somos está secretamente imantado por Aquel que nos creó y redimió. Hay, sin embargo, un complicado entramado de mediaciones, que nos impide la unión con el Dios vivo y la visión de su rostro cautivador. Y por eso sufrimos como un desgarro interior: vivimos en dos mundos, entre dos polos de atracción.
«¿Dónde está tu Dios?», nos preguntan incesantemente quienes conviven con nosotros, aunque no comparten nuestra fe, al constatar que nuestro Dios todavía no ha permitido que se agote el manantial de nuestras lágrimas y deja que se rompan nuestros huesos por las burlas de nuestros adversarios.
La sed de Dios no es una ilusión utópica, que nos droga y descompromete. Tenemos sed de un agua que hemos probado alguna vez: «Recuerdo otros tiempos...». Ha habido momentos de inolvidable e indescriptible encuentro con Dios; sabemos que El no sólo es capaz de apaciguar nuestra sed, sino que «sus torrentes y sus olas nos han arrollado». Hay motivos para seguir alentando nuestra sed de Dios. Ese es justamente el itinerario de nuestra vocación personal y comunitaria: el camino de un grupo de sedientos, que no olvidan su sed, porque su alma tuvo siempre sed de Dios. Sacramentalizamos con ello al Jesús que en la cruz también clamó: «Tengo sed».-- [Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]
4. Por desgracia, un presente triste se opone a aquel pasado alegre y sereno. El salmista se encuentra ahora lejos de Sión: el horizonte de su entorno es el de Galilea, la región septentrional de Tierra Santa, como sugiere la mención de las fuentes del Jordán, de la cima del Hermón, de la que brota este río, y de otro monte, desconocido para nosotros, el Misar (cf. v. 7). Por tanto, nos encontramos más o menos en el área en que se hallan las cataratas del Jordán, las pequeñas cascadas con las que se inicia el recorrido de este río que atraviesa toda la Tierra prometida. Sin embargo, estas aguas no quitan la sed como las de Sión. A los ojos del salmista, más bien, son semejantes a las aguas caóticas del diluvio, que lo destruyen todo. Las siente caer sobre él como un torrente impetuoso que aniquila la vida: «tus torrentes y tus olas me han arrollado» (v. 8). En efecto, en la Biblia el caos y el mal, e incluso el juicio divino, se suelen representar como un diluvio que engendra destrucción y muerte (cf. Gn 6,5-8; Sal 68,2-3).
5. Esta irrupción es definida sucesivamente en su valor simbólico: son los malvados, los adversarios del orante, tal vez también los paganos que habitan en esa región remota donde el fiel está relegado. Desprecian al justo y se burlan de su fe, preguntándole irónicamente: «¿Dónde está tu Dios?» (v. 11; cf. v. 4). Y él lanza a Dios su angustiosa pregunta: «¿Por qué me olvidas?» (v. 10). Ese «¿por qué?» dirigido al Señor, que parece ausente en el día de la prueba, es típico de las súplicas bíblicas
Frente a estos labios secos que gritan, frente a esta alma atormentada, frente a este rostro que está a punto de ser arrollado por un mar de fango, ¿podrá Dios quedar en silencio? Ciertamente, no. Por eso, el orante se anima de nuevo a la esperanza (cf. vv. 6 y 12). El tercer acto, que se halla en el salmo sucesivo, el 42, será una confiada invocación dirigida a Dios (cf. Sal 42, 1.2a.3a.4b) y usará expresiones alegres y llenas de gratitud: «Me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría, de mi júbilo».
[Audiencia general del Miércoles 16 de enero de 2002]
MONICIÓN SÁLMICA
El salmo 41 es la súplica dolorosa de un levita desterrado. Alejado de Dios y del templo, en nada puede encontrar descanso, sino en el recuerdo de las celebraciones litúrgicas y en la esperanza de que volverá a tomar parte en ellas: Desahogo mi alma recordando otros tiempos: cómo marchaba a la cabeza del grupo, hacia la casa de Dios; pero, ¿por qué te acongojas, alma mía? Volverás a alabar a Dios.
Pasada la alegría del domingo, empezamos ahora un nuevo día de trabajo, una nueva jornada de quehaceres. Dios nos ha dado la luz, el trabajo, los proyectos..., pero todo ello es poco para quien ha gustado «qué bueno es el Señor» (Sal 33,9). Por eso, por lo menos a la luz de la fe, estos dones no son suficientes. Mi alma tiene sed de Dios y, si Dios se esconde, las lágrimas serán mi pan. El salmo 41, contemplado y profundizado, dará sentido y paz incluso a nuestra sequedad y noche oscura. El recuerdo de los favores pasados -entre ellos el de la celebración del domingo, tan reciente aún- será nuestro consuelo: Recuerdo cómo marchaba hacia la casa de Dios, entre cantos de júbilo, y desahogo mi alma conmigo. La esperanza de un domingo sin fin en la contemplación del Resucitado será nuestro aliento: Espera en Dios, que volverás a alabarlo en aquel lugar donde ya no habrá más ni dolor ni llanto ni muerte.-- [Pedro Farnés]
* * *
NOTAS A LOS VERSÍCULOS DEL SALMO
El salmo 41-42 es una lamentación en ausencia de Sión, llena de nostalgia y deseo de volver a visitar el templo. El estribillo, el tema y el tono de los salmos 41 y 42 muestran que se trata de un solo salmo.
V. 2: El término de toda búsqueda es Dios, casi con sed animal, salvaje.
V. 3: A Dios lo encuentra el salmista en el templo; allí goza de la presencia o «rostro» de Dios.
V. 4: Desterrado en tierra extranjera, tiene que tolerar las burlas de los habitantes.
V. 5: La peregrinación al templo es una de las grandes ocasiones festivas en la vida israelita.
V. 6: Estribillo, en monólogo interior: indica el tono del salmo, la congoja y la esperanza; el sitio de alabar a Dios es el templo; y el último verso, puede ser una cita de uno de los cantos de peregrinación.
VV. 7-8: El paisaje se hace parte de la experiencia del salmista: al norte de Palestina, entre grandes montañas, junto a las fuentes del Jordán; allí escucha el despeñarse de los torrentes, símbolo de su aflicción interna.
VV. 9-10: El recuerdo pasa a esperanza; a la súplica del salmista responderá Dios con la misericordia, y el salmista a su vez responde con la alabanza: será el ritmo del día y la noche.
VV. 10-11: Retorna la lamentación, otra vez en monólogo interior, preparando el estribillo.
Para la reflexión del orante cristiano.- La gran peregrinación del piadoso israelita, de todo el pueblo de Israel, no termina en el templo, sino que continúa hacia el que es más que el templo, en quien reside Dios; Él es la luz verdadera, que nos guía por la gran peregrinación, haciéndonos sentir el dolor de la ausencia diferida, la esperanza del encuentro. Recitado por la Iglesia, este canto de peregrinación se llena de movimiento escatológico.-- [L. Alonso Schökel]
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Introducción general
Este salmo, posiblemente pre-exílico, canta la lejanía de Sión con un lirismo conmovedor. Hay en él un movimiento que progresa hacia una cima. Si los versículos 2-6 expresan la nostalgia de la lejanía, los restantes versículos añaden un tono de queja. En esta segunda parte, la lejanía de Dios se reviste con un lenguaje simbólico. Primero son los abismos de rompientes olas, después los enemigos opresores, junto con el quebranto de los huesos y los insultos, los símbolos que describen gráficamente la lejanía. Hay que añadir que la nostálgica lejanía se abre a la esperanza en el diálogo del salmista consigo mismo.
Este salmo de lamentación individual pide una salmodia individualizada incluso en la celebración comunitaria. Atendiendo a la introducción y a la lamentación propiamente dicha, así como también al estribillo, sugerimos la salmodia siguiente: Salmista 1.°: Introducción: «Como busca la cierva... el rostro de Dios» (vv. 2-3).- Salmista 2.°: Lamentación: «Las lágrimas son mi pan... bullicio de la fiesta» (vv. 4-5).- Asamblea: Estribillo:«¿Por qué te acongojas... mi rostro, Dios mío» (v. 6).- Salmista 2.º: Continúa la lamentación: «Cuando mi alma... dónde está tu Dios?» (vv. 7-11).- Asamblea: Estribillo: «¿Por qué te acongojas... salud de mi rostro, Dios mío» (v. 12).
«¿Adónde te escondiste, Amado?»
La imagen de la cierva, jadeante de sed, es un clamor vital para quien encuentra satisfacción sólo en Dios. Se acumulan los recuerdos del pasado en el corazón del salmista: cómo desahogaba su vida con el «Tú» divino, cómo marchaba a la cabeza del grupo que subía a Sión... Pero ¿dónde está ahora el Amado de mi alma? Tal vez se imponga un silencio que traiga el eco de aquellas palabras: «Los sedientos, id por agua» (Is 55,1). ¿Dónde buscar el agua cuando los ríos se han secado? «El que beba del agua que yo le dé, jamás tendrá sed», dice el Señor. El agua que brota del costado abierto de Cristo harta las sequedades de la vida. Es el agua de la nueva Ciudad. Busquemos a Dios en Cristo. Busquémosle en los bosques y espesuras. Busquémosle en la jungla de cada día, que por esos sotos ha pasado.
¡Voy al Padre!
La lejana Galilea, medio pagana, quema el alma del fervoroso judío con ascuas de nostalgia: quisiera estar junto a Dios, salud de su rostro. Más tarde será un galileo, Jesús, quien suspire por la casa del Padre, donde se entretiene y la purifica. Con gusto hubiera habitado en los aledaños del templo, pero los judíos no le dejaron. Su última peregrinación a Jerusalén le proporciona la ocasión de exponer el ardiente deseo de gozar nuevamente del Padre. Cuando retorna al Padre, dejando el mundo, levanta un nuevo templo sobre su carne e introduce en nuestro mundo el tenso anhelo de estar-con-Cristo, ya que «mientras moramos en este cuerpo, estamos ausentes del Señor porque caminamos en fe y no en visión» (2 Cor 5,6-7). Nuestra nostalgia es un vehemente deseo de retorno a Casa. No olvidemos nuestro destino: ¡Vamos al Padre!
Después de este destierro, muéstranos a Jesús
El desterrado salmista debe soportar la burlona pregunta de los incrédulos: «¿Dónde está tu Dios?». Sencillamente no existe, piensan quienes preguntan, porque es inoperante. No basta con que el salmista se refugie en su pasado ni saboree el polvo de la humillación presente; un aliento de esperanza futura es el bálsamo de su herida. Prueba similar experimentó Jesús cuando los judíos le preguntaron: «¿Dónde está tu Padre?» Si es Dios, que te libere en la hora fatal. Hasta los discípulos le piden que les muestre al Padre. Pero he aquí que quien murió con una plegaria de confianza en los labios, entró en la presencia de Dios. Si hoy se nos formula tal zahiriente pregunta, derramemos sobre nuestra herida el aceite de la esperanza, procedente de la nube de testigos que nos rodea. Traigamos a consideración que Jesús sufrió la contradicción para que no decaigamos de ánimo rendidos por la fatiga y caminemos con la plegaria: «Después de este destierro, muéstranos a Jesús».
Resonancias en la vida religiosa
Mi alma tuvo siempre sed de Ti: Hay un ansia irrefrenable de Dios en lo más íntimo de nuestro ser. Todo lo que somos está secretamente imantado por Aquel que nos creó y redimió. Hay, sin embargo, un complicado entramado de mediaciones, que nos impide la unión con el Dios vivo y la visión de su rostro cautivador. Y por eso sufrimos como un desgarro interior: vivimos en dos mundos, entre dos polos de atracción.
«¿Dónde está tu Dios?», nos preguntan incesantemente quienes conviven con nosotros, aunque no comparten nuestra fe, al constatar que nuestro Dios todavía no ha permitido que se agote el manantial de nuestras lágrimas y deja que se rompan nuestros huesos por las burlas de nuestros adversarios.
La sed de Dios no es una ilusión utópica, que nos droga y descompromete. Tenemos sed de un agua que hemos probado alguna vez: «Recuerdo otros tiempos...». Ha habido momentos de inolvidable e indescriptible encuentro con Dios; sabemos que El no sólo es capaz de apaciguar nuestra sed, sino que «sus torrentes y sus olas nos han arrollado». Hay motivos para seguir alentando nuestra sed de Dios. Ese es justamente el itinerario de nuestra vocación personal y comunitaria: el camino de un grupo de sedientos, que no olvidan su sed, porque su alma tuvo siempre sed de Dios. Sacramentalizamos con ello al Jesús que en la cruz también clamó: «Tengo sed».-- [Ángel Aparicio y José Cristo Rey García]